Mantenga el orden y la Limpieza, dice. Con toda la
autoridad que puede llegar a tener el cartel más resplandeciente que cuelga
sobre la pared pura e inocua. Mantenga el orden y la Limpieza. Impía y
totalitaria.
El individuo que pasa todos los sábados por la
oficina intenta decir, denunciar, que son un montón de letras haciéndose
espacio en un pedazo de chapa, y con mis propios huesos veo cómo lo agarran por
la espalda y le clavan un puñal en el alma. A los pocos minutos, se levanta y
me dice: Mantenga el orden y la Limpieza. E inmediatamente se pone a limpiar sus propias manchas de sangre.
Voy a un recital de poesía y hay un tipo hablando
del amor, de las mujeres hermosas, y de demás cosas que el mundo ha olvidado, porque ya
se encargó de acribillarlas en Wall Street, y, en el verso final, levanta la vista y
sabe que no lo están escuchando, que el tipo de allá está pensando en putas, y
aquél en cosas políticamente incorrectas, pero lo siguen mirando con las mismas
caras de idiota que ponen al leer letreros en las paredes, porque de alguna
manera se han convencido de que cualquier cosa que salga por un parlante está
más arriba en la pirámide prioritaria que lo que realmente desean hacer. Y lo
que realmente desean hacer es conocer al Señor como yo. Tengo quejas que
presentarle. Podría hablarle horas sobre la cantidad de veces que me han timado
en el amor, o sobre las dramáticamente injustas reglas de ‘Piedra, Papel, o
Tijera’. Pero me comentaron que en las mismas puertas del cielo, entre todas
sus arpas y sus querubines semidesnudos, se alzan, triunfantes, seis palabras:
Mantenga el orden y la Limpieza. Como si los seres humanos no nos encargáramos
día a día de ennegrecerlo cada vez más, de ensuciar esas gigantescas verjas
celestiales con todo el sarro y el óxido que emanamos hablando en nombre de
Dios, robando en nombre de Dios, matando en nombre de Dios.
Cuando muera, y sea el ángel más mugriento del
infierno, voy a subir o a bajar y matar todas esas palabras, y no pasar y no tocar
y no fumar y tire y empuje y todos los carteles ante los que nos enseñan a
redimirnos desde que nos cagamos encima, para convertirnos en autómatas del
orden, para que el punto orgásmico de la introspección sea anotar nuestro grupo
sanguíneo en un papelito, y llevarlo a todas partes por si nos pasa un bondi
por encima.
O bien puedo seguir así, como un gatito
perfumado que consume el alimento que sale en la televisión, y lustrarle los
zapatos al Señor, manteniendo el orden y la limpieza.
Muy muy bueno.
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