foto por Eirik Rye

18 oct 2010

Colores en el cristal

Al día siguiente no sonó el despertador. Y hasta el café tuvo un gusto distinto. Tantas intenciones atropellándose en la fragilidad de un mismo cuerpo exceptuaron la obviedad de ensoberbecer la rojiza cabellera recogiéndola con una bandita elástica, algo por demás trivial en el itinerario matutino. Pero F no reparó en esto hasta encontrarse sentada en cualquier rincón de algún colectivo, a la caza del sueño quizás extraviado en la incierta tersura de las sábanas, en la infinita profundidad de su almohada. La frecuencia de esta situación en es sorprendentemente colosal (si es que sea correcto utilizar adjetivos de tamaño para hablar de cuán frecuente es una escena) en individuos como F: tan pendientes del mundo, aferrados a la sórdida fantasmagoría del éxito. Pero esa mañana —bastante nocturna, inmersa en tal nebulosidad que uno, de no ser por las formalidades del tiempo y de las horas, cerraría los ojos al sentir el espesor del aire rozando las paredes pulmonares— algo más fue distinto. Tal vez la inusitada ausencia de aquel sonido metálico, diabólicamente constante, y tan ajeno al pequeño, casi temeroso reloj amarillo, había sido la responsable de una desconexión parcial con el universo, venerada por artistas, cruelmente despreciadas por los hombres de traje y portafolio cuyas caras ahora se adivinaban a través de los dos vidrios empañados que conformaban la ventana del colectivo, ligeramente diferentes entre ellas sobre aquella difusa mancha negra que estallaba en todas direcciones buscando —quizás inconscientemente— subirse a ese tren cuyo viaje encontraba fin en el saco de algún hombre en la cima de algún todo. Como F, que ahora se bajaba del colectivo que había interrumpido su recorrido, víctima de una avería, en Avenida Otazábal, a aproximadamente quince cuadras de Parque Chas, con paso violentamente apresurado, y calculaba el tiempo que perdería caminando hasta la estación de la línea B. Tomaría un taxi, al cual se subiría pocos segundos después de decidirse por esto, y en el que se sentiría libre del sopor de la multitud, del roce ajeno y del ligero vaho que resulta del encierro de una veintena de personas en un espacio reducido, reconfortada por la ductilidad de su asiento, mareada por el aroma a jazmines, aliviada por la gentileza de quien preguntaría por su destino, casi adormecida por un concierto para piano de Chopin que sonaría en el estéreo del taxista. Y a través del vidrio, nada. Apenas se entrevería un torbellino indistinto de colores opacados por la humedad de la ventanilla; nada de gente pisándose los talones por razones que, seguramente, ya habrían olvidado: esas manchas incorpóreas, salpicadas por la tenue luz de una mañana otoñal, podrían jugar a ser lo que quisieran, a acomodarse en las retinas de cualquier viajero en el asiento trasero, a danzar junto a Chopin. Pero F las desoía. Aprovechaba su relativa privacidad para examinar en la redondez de un diminuto espejo los resultados de no haberse atado el cabello hacía, lo confirmaban las agujas, treinta y dos minutos. Y en algún lugar del cielo, empezaba a llover. Las gotas parecían sincronizarse con el maestoso en fa menor, dueño de la armonía cinética en el vehículo negro y amarillo que ya finalizaba su húmedo recorrido, para dejar a su pasajera confundiéndose entre el vulgar transeúnte, de vuelta al tumulto y a la aglomeración, y sin Chopin y sin jazmín y sin colores; sólo el rojo y su omnipresencia, que intentaban embellecer otra de las tantas estaciones porteñas, en las paredes, en los letreros, y hasta en los asientos que ése día F no pudo ocupar; hasta el pálido reloj que entonces marcaba las ocho y veintiséis parecía perderse con el escarlata. F salió de la estación Gallardo respirando aquel aire incoloro de las lluvias bonaerenses que tantas veces sirvió de musa a los poetas residentes. Los quinientos metros que quedaban entre la escalera de piedra y el edificio dieron lugar a varios tropezones, lo que suele suceder cuando se mezclan la prisa y el mal tiempo. Ocho y treinta y cuatro. A punto de girar en la esquina que comprendían las calles Lambaré y Potosí. El auto de la empresa pasó cerca de F, quien resolvió que no merecía ser esperada ni atrasar el horario laboral de su pequeño grupo de subordinados, pero intenta acelerar el ya desatinadamente veloz ritmo de sus pies arremetiendo contra los charcos inciertos de agua de lluvia, como si unos pocos segundos lograran alguna diferencia, y, mientras giraba la llavecita que en pocos centímetros cúbicos resumía años de esforzarse casi injustificadamente, se le ocurrió mirar hacia arriba, en un único grito de libertad, una última manifestación de su aún existente autonomía, hacia la pequeña ventanita que, además de la pintura Gaudiana que colgaba en una de las paredes, era su sola conexión con el mundo. Desde su asiento, a través del cristal, quizás como otra de las manchas bailarinas, la observaba otra F: la misma pétrea inexpresividad, el mismo compás de su pecho al respirar, y la cabellera tan sutilmente recogida.

2 comentarios:

  1. te odio, expresas demasiado y es genial y por eso te odio porque yo no puedo hacerlo y te sigo odiando ajaj.

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  2. Puffffffff, de una situación tan común, creaste una atmósfera exquisita! Muy bueno, no me canso re repetirlo, seguí escribiendo mucho mucho.

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